Dado el reciente evento de la boda real en Gran Bretaña, han pasado frente a nosotras cantidad de fotografías de mujeres con hermosísimos sombreros e imágenes de otras quienes con su elección se convierten en su peor enemigo.
imagen via: equineink.com
A lo largo de la historia al sombrero se le ha tratado con especial reverencia; en boutiques, almacenes y aparadores parecería ser que le hacen una seña al transeúnte con aquella pluma de avestruz, la pieza bordada en lentejuelas y abalorios, el ala que nos recuerda a una mujer pensativa recién salida de una pintura de Jan Vermeer. Lo más seguro es que alguien de Ustedes queridas lectoras no hayan resistido la tentación de probarse un sombrero y descubrir de repente a una persona que no sabían que existía. Cuando una mujer porta un sombrero, durante las horas que lo lleva puesto brotan distintas dimensiones de la personalidad de la misma forma que el vestuario apoya a una actriz al desempeñar su papel. Un sombrero tiene un efecto tan poderoso en la persona que de momento se convierte en un elemento propio de quien lo porta. La escritora danesa Isak Dinesen y su sombrero tipo turbante que acentuaba su ardiente mirada, Virginia Wolf con su sombrero de jardinero que suavizaba sus facciones austeras o Jacqueline Kennedy con el sombrero que marcaba su elegancia y apropiada distinción al inicio de la década de los sesesentas.
Algunas de nuestras heroínas literarias favoritas: Scarlet O'Hara en Lo que el Viento se Llevó corría por los prados de Tara, la plantación de la familia luciendo hermosos sombreros de paja atados con gruesos listones de terciopelo. Todas las mujeres en las novelas de Jane Austen llevan sombrillas y hermosos gorritos y Gigi de Colette con su gesto aniñado y aquel sombrero tipo marinero que la hace irresistible.
El hechizo de un sombrero es que revela cierta personalidad al mismo tiempo que encierra cierto misterio. Los sombreros a lo largo de la historia siempre marcaron socialmente el lugar que ocupaba una mujer, su importancia o su insignificancia. En términos simples, a mayor extravagancia e incomodidad mayor el rango social de la mujer. En la Edad Media solo las grandes damas utilizaban aquellos gorros de forma cónica con un velo que flotaba desde la punta y el lienzo de seda que cubría el resto de la cabeza, además de un cuello de lino almidonado que rodeaba el rostro.
Una niña campesina no podía ni darse el lujo de soñar en aquellos deleites tan incómodos. Una dama sin embargo podía divertirse eligiendo portar un sombrero de pastora o de lechera, así como lo hacía la Reina María Antonieta, cosa que a una campesina jamás se le ocurriría a la inversa.
imagen via: janeaustenworld.com
Quienes se han dedicado a estudiar la Historia del Vestido a través de los siglos concluyen que el sombrero siempre fue sinónimo del rol social. En el siglo XIX cualquier dama respetable ya fuera esposa, viuda o solterona portaba no uno sino dos elementos que cubrían su cabeza. Durante el día, la señora se envolvía la cabeza con un gorro de algodón o seda con un entredos de encaje o listón, y era exclusivamente durante un evento o cena de gala que se le permitía llevar la cabeza descubierta en público. Fue hasta los años 50 que los sombreros eran una prenda necesaria para las mujeres, ya sea para salir a comer, asistir a una reunión, jugar cartas o asistir a misa. En los sesentas y por primera vez en la historia, el sombrero dejó de ser el elemento de distinción social. De hecho, dejó totalmente de ser un elemento básico en el guardarropa de una mujer. A finales de los setentas la moda volvió a renacer y lejos de seguir encasillando socialmente a la mujer, le permitió demostrar que un sombrero es una forma de reinventarse.
Un sombrero hoy se ha convertido en una referencia histórica o una forma ingeniosa, ocurrente de traer el pasado al presente.
imagen: Victoria and Albert Museum
imagen via: equineink.com
A lo largo de la historia al sombrero se le ha tratado con especial reverencia; en boutiques, almacenes y aparadores parecería ser que le hacen una seña al transeúnte con aquella pluma de avestruz, la pieza bordada en lentejuelas y abalorios, el ala que nos recuerda a una mujer pensativa recién salida de una pintura de Jan Vermeer. Lo más seguro es que alguien de Ustedes queridas lectoras no hayan resistido la tentación de probarse un sombrero y descubrir de repente a una persona que no sabían que existía. Cuando una mujer porta un sombrero, durante las horas que lo lleva puesto brotan distintas dimensiones de la personalidad de la misma forma que el vestuario apoya a una actriz al desempeñar su papel. Un sombrero tiene un efecto tan poderoso en la persona que de momento se convierte en un elemento propio de quien lo porta. La escritora danesa Isak Dinesen y su sombrero tipo turbante que acentuaba su ardiente mirada, Virginia Wolf con su sombrero de jardinero que suavizaba sus facciones austeras o Jacqueline Kennedy con el sombrero que marcaba su elegancia y apropiada distinción al inicio de la década de los sesesentas.
Algunas de nuestras heroínas literarias favoritas: Scarlet O'Hara en Lo que el Viento se Llevó corría por los prados de Tara, la plantación de la familia luciendo hermosos sombreros de paja atados con gruesos listones de terciopelo. Todas las mujeres en las novelas de Jane Austen llevan sombrillas y hermosos gorritos y Gigi de Colette con su gesto aniñado y aquel sombrero tipo marinero que la hace irresistible.
El hechizo de un sombrero es que revela cierta personalidad al mismo tiempo que encierra cierto misterio. Los sombreros a lo largo de la historia siempre marcaron socialmente el lugar que ocupaba una mujer, su importancia o su insignificancia. En términos simples, a mayor extravagancia e incomodidad mayor el rango social de la mujer. En la Edad Media solo las grandes damas utilizaban aquellos gorros de forma cónica con un velo que flotaba desde la punta y el lienzo de seda que cubría el resto de la cabeza, además de un cuello de lino almidonado que rodeaba el rostro.
Una niña campesina no podía ni darse el lujo de soñar en aquellos deleites tan incómodos. Una dama sin embargo podía divertirse eligiendo portar un sombrero de pastora o de lechera, así como lo hacía la Reina María Antonieta, cosa que a una campesina jamás se le ocurriría a la inversa.
imagen via: janeaustenworld.com
Quienes se han dedicado a estudiar la Historia del Vestido a través de los siglos concluyen que el sombrero siempre fue sinónimo del rol social. En el siglo XIX cualquier dama respetable ya fuera esposa, viuda o solterona portaba no uno sino dos elementos que cubrían su cabeza. Durante el día, la señora se envolvía la cabeza con un gorro de algodón o seda con un entredos de encaje o listón, y era exclusivamente durante un evento o cena de gala que se le permitía llevar la cabeza descubierta en público. Fue hasta los años 50 que los sombreros eran una prenda necesaria para las mujeres, ya sea para salir a comer, asistir a una reunión, jugar cartas o asistir a misa. En los sesentas y por primera vez en la historia, el sombrero dejó de ser el elemento de distinción social. De hecho, dejó totalmente de ser un elemento básico en el guardarropa de una mujer. A finales de los setentas la moda volvió a renacer y lejos de seguir encasillando socialmente a la mujer, le permitió demostrar que un sombrero es una forma de reinventarse.
Un sombrero hoy se ha convertido en una referencia histórica o una forma ingeniosa, ocurrente de traer el pasado al presente.
imagen: Victoria and Albert Museum